Por la señal de la Santa Cruz comparezco ante vosotros con el peso de la responsabilidad que impone la nómina de quienes me precedieron en este atril: pregoneros, escritores y cofrades sevillanos cuya extraordinaria solvencia me empuja a pedir por adelantado disculpas por la osadía que supone subir a este altar de la palabra con el único bagaje de mi oficio de escribir noticias y mi humilde hábito de pecador, sevillano, vecino del barrio, cofrade capirotero y convencido rociero. Lo hago con todo el respeto y la responsabilidad que implica responder al mandato de la junta de gobierno que ha depositado en mí su confianza, sin duda impulsada por la buena voluntad y la amistad de alguno de sus miembros, con su hermano mayor a la cabeza.
Sí creo que esta invitación pone justicia poética, y nunca mejor dicho, a tantas tardes como ésta en las que excusé estar aquí con vosotros de espectador por motivos laborales. Hoy no había excusa posible.
Y, por eso de las causalidades, le debo también a la Vera Cruz estar hoy aquí cuando tendría que estar moderando un debate televisado con seis candidatos a las elecciones municipales del 28 de mayo. Comprenderéis que añada por tanto un par de cucharadas soperas más de agradecimiento por esta invitación.
A la misma respondo con los mimbres de la palabra y el oficio de quien busca cada día la verdad de los hombres y reza cada mañana al pasar ante la verdad divina del azulejo que alumbra la calle Baños.
Lo hago con la satisfacción de ser partícipe de una bella tradición cofrade y literaria como esta de los juegos florales, que durante décadas ha elevado altares de versos a la Cruz, evocando la fiesta litúrgica de primeros de mayo, que tornó aquí en fiesta literaria y que en sus primeros años llenó de versos y cruces las Noches del Baratillo, decana institución poética de Sevilla.
Mi enhorabuena a Víctor Jiménez, que ha engarzado ‘Los días azules’, el tríptico de sonetos premiado en esta edición, cuyos versos nos convocan esta noche, y al que, en su condición de poeta pido disculpas por el atrevimiento de este novillero al que se le abre ahora la oportunidad de abandonar el ruedo de la prosa cotidiana para buscar al poeta interior que todos llevamos dentro y al que tantas veces recluimos en nuestra timidez, que os confieso en mi caso es mucha.
Salutación
Por eso mi agradecimiento al hermano mayor, José Manuel, y a su junta de Gobierno por invitarme a parar esta tarde el tiempo de la rutina para unir música, fe, mayo y palabras en una oración diferente ante el misterio de la Cruz.
Un agradecimiento que hago extensivo a Marcelino, delegado diocesano, a los representantes del Consejo de Hermandades y Cofradías y a los hermanos mayores que hoy nos acompañan.
Gracias Ignacio por tu cariñosa presentación y gracias a todos, pueblo De Dios, por estar aquí acompañándome a la vera de esta cruz que acepto desde la entrega más absoluta porque no hay otra forma de acercarse a la cruz.
Ante esta Cruz como pecador me arrodillo, para buscar su verdad en este mayo de palabras que florecen a sus pies, con la vocación del reportero. Emulando a Santa Elena en su búsqueda de la verdadera cruz en Tierra Santa. Llegando por la palabra transmitida allí donde los arqueólogos no podían, para encontrar al fin la piedra blanca del Calvario y la roca abierta del sepulcro en Jerusalén.
Desde esta Jerusalén sevillana quiero preguntar ahora: ¿Cuál es tu cruz hermano? ¿Es la que cargas la verdadera Cruz que salva? Busco saber de los hombres y mujeres que han hallado en su camino la Vera Cruz del Cristo.
La cruz condena y salvación
La cruz, madero de sangre sin Dios, era el símbolo del martirio al que condenaban los romanos. Una cruz patética que sigue vigente en lo cotidiano. Esas cruces que tanto pesan. Cuántas cruces llevamos que no nos corresponden, que nos condenan a un presidio en vida sin reinserción, que nos sobrecargan para alienarnos en nuestro tránsito por este camino empedrado hacia la muerte, que nos humillan como seres humanos, que nos imponen como súbditos de una ideología, de un poder terrenal establecido; que nos hacen esclavos: la cruz de la riqueza improductiva, la del trabajo esclavizante, la de la carne sin latido… la del odio. Cuánto oro se ha fundido para hacer cruces en honor a la ostentación sin más.
Cuántas cruces se han alzado en nombre de Dios en vano durante siglos para servir a la muerte… a la destrucción.
Jesús, el hijo de María y de José; el nazareno, convirtió aquel símbolo siniestro del patíbulo romano en la encrucijada del camino entre Dios y los hombres a costa de su propia vida.
Dos mil años después, como Santa Elena en el siglo cuarto, seguimos buscando la Cruz verdadera, para encontrarla en el testimonio de los que ven a este Cristo muerto andar por la primavera templada de Emaús; en la sonrisa de los que tienen clavada en la conciencia el trozo de la cruz que les corresponde llevar como hijos De Dios; en la memoria de los que no olvidan las palabras del maestro en Cafarnaúm; en la renuncia de los que aceptaron el mandato de llevar la Cruz de Cristo en su apostolado; en la vivencia de los que experimentan la dicha de cargar la vera cruz del amor compartido que nos redime de tanta injusticia.
Porque basta un trozo pequeño de la Vera Cruz de Jesús para salvarnos. Apenas una metafórica astilla sirve para alcanzar el gozo de aceptarnos como hermanos del Cristo, como hijos de Dios.
Por eso, ante esta Vera Cruz me arrodillo con los brazos dispuestos a la invitación que nos hace vuestro santo y seña: ‘Toma tu Cruz y sígueme’. Con la humildad de un nazareno de San Roque, hermano de luz que acompaña el misterio de Jesús de las Penas en el trance de la Vía Dolorosa, y la disposición que mostró Simón el cirineo. Encomendándome al Cristo tomo esta cruz de flores y poesía que me ofrecéis con la intención no sólo de cargarla sino de amarla, sabedor por las palabras del Papa Francisco de que “Nadie puede tocar la Cruz de Jesús sin dejar en ella algo de sí mismo y sin llevar consigo algo de la Cruz de Jesús a la propia vida”.
Tenemos que compartir la Cruz verdadera, la que salva, porque la cruz pide caridad. Conjugando el verbo que acuñó nuestro pregonero Kiko, no podemos dejar de ‘cirinear’ para llevar siempre a Jesús a la vera y dejar algo de nosotros allí donde se necesite.
La zancada de Dios que partió de nuestro barrio de San Lorenzo para ir más allá de las murallas de las desigualdades nos enseñó el camino no hace mucho.
Y la palabra del santo padre nos lo explica: “No seamos cómplices del silencio que corrompe la verdad cuando ante nuestros ojos se explaya la injusticia y la desigualdad”.
Todos tenemos un Polígono Cruz al que acudir, donde se nos está esperando sin saber de nosotros. Y a veces, en esa misión, no tenemos siquiera que movernos de nuestro círculo más cercano, el familiar o el de nuestras amistades, calvarios domésticos que nos esperan en nuestra encrucijada vital y necesitan del enorme auxilio de la empatía para evitar que se imponga la desesperanza.
Tenemos que decidir qué parte de la Cruz de este Cristo tan cercano nos corresponde.
Hay tantas cruces en Sevilla que están pidiendo manos, que no basta con cargarlas, como no basta con proponernos la caridad si no hay amor verdadero, que es la verdad del misterio de la Cruz.
Cargar no es suficiente, como tampoco lo es el sacrificio por el sacrificio que queda en vano esfuerzo o, peor, en apariencia, en exhibicionismo. Es vano el sacrificio hacia al sufrimiento sin sentido, si no tiene en su finalidad todo lo contrario, aliviarlo en el prójimo, que es la forma de aliviarlo en uno mismo.
Llevar la cruz con la verdad por delante solo es posible cuando, apasionadamente aferrado a la madera, sientes su astilla, el estilete contra la cerrazón del pecho que no ama. Apenas basta esa astilla, si es de la verdadera cruz del Señor, para sentir el aguijón de Dios.
La invitación de la cruz de guía de la Vera-Cruz marca ese camino en el que, decididos a tomar la Cruz del Cristo, dejamos apartado el ‘yo’ para dar sentido a nuestra misión de amor. Sólo en esa hemorragia del corazón abierto a los demás se pierde el sentido del peso para hallar la libertad, esa en la que no hay lastre, ni pena, ni disgusto, sino el compromiso que da sentido a la hermandad de los hombres, a la salvación de la humanidad en la terrenal espera de la vida eterna.
Por eso, el primer paso hacia ese misterioso destino es hablar con Dios ante el Cristo de la Vera Cruz. Y en mayo, rezamos aquí en verso.
Yo vengo a morir contigo
Jesús de mi sacristía.
Traigo las manos abiertas
para recibir la herida.
Vengo con los pies descalzos
acercándome a tu orilla.
Huérfano de mis rencores,
con la esperanza atrevida,
vengo a beber de tu cáliz
y a preparar la partida.
Y llego sin equipaje,
pues solo busco la astilla
que en tu sangre me desangre
la rosa de mis espinas.
Te espero al pie de tu cruz
Jesús de mi despedida.
Qué pronta tengo la tierra,
qué cercana tu llovizna.
Por eso, solo amar quiero,
y en tanto mi muerte espero,
siembra mi pecho de vida.
La cruz es el misterio, el misterio del amor de Jesús. Nos lo dicen los que le vieron pasar por sus vidas. La escalera de Santa Rosa, el camino de traviesas hacia el cielo que nos indica Santa Teresa, quien nos invitaba a medir nuestra cruz en función de nuestra capacidad de amar. La Cruz es la puerta entre Dios y los Hombres.
Es esa trabajadera en la que cada cual tenemos que encontrar un hueco, igualando.
La Cruz que señala la muerte como final y principio de la vida, porque, como dijo el papa santo rociero, ésta es la cruz en la que se muere para vivir; para vivir en Dios y con Dios, para vivir en la verdad, en la libertad y en el amor; para vivir eternamente”.
No es fácil llevar la cruz de Jesús. Pero, mientras esta cruz arbórea inalcanzable de nuestro más antiguo Cristo tiene nudos de ramas cortadas que sobresalen, y posiblemente sea la cruz con más nudos de las de cualquier crucificado sevillano, la que nos ofrece con su lema la hermandad para seguir a Cristo tiene cantos limpios que invitan a abrazarla y a compartirla, como hizo el Nazareno cuando llevó ese madero por nosotros para fijar el rumbo de la vida hacia la vida, marcando en su caminar la fuerza de la tolerancia sobre los muros de todas las lamentaciones.
Los nudos de la cruz de mis temores
se desatan al contemplar el sueño
que no duermes, Señor, sobre ese leño
cuando busco ahogarme en tus amores.
Para llegar pondré todo mi empeño,
nadando busco en ti los resplandores
del mar donde pescaste pescadores;
de las redes del hombre eres el dueño.
Cristo muerto que bajas del madero,
que invitas a esa vida que libera,
enrólame en la barca del crucero.
Embarco voluntario en la galera,
De tu último suspiro soy velero
que el viento ya me lleva hasta tu vera.
La cruz de la alegría
Asociamos la cruz a la muerte y sin embargo Sevilla, en primavera, es un camposanto de cruces clavadas a la tierra, que asoman como brotes florecidos prendidos hacia ese cielo que rascan sus espadañas repicando vida.
No es este territorio para la muerte sino parcela abonada a la alegría. Es esa alegría de la cruz que nos acompaña desde niños.
Yo pregunto también a la inocencia de los niños por la cruz de la alegría.
La cruz de los óleos marcada sobre la frente en la pila bautismal permanece en la piel de la ciudad de los contrastes y las paradojas. La ciudad de la Cruz del campo, templete destino del primer Viacrucis de los disciplinantes y acento de nuestra forma de disfrutar la vida. Cruces que presiden las verbenas de los barrios, cruces de romeritos de los pueblos. Cruces de mayo de la ciudad de los niños que juegan a las cofradías como víspera de las vísperas de otra Semana Santa. Cruces de mayo que vuelven a la carrera oficial de nuestra memoria y que eran cantera de cofrades y escuela de hermandad.
Llegar a la cruz jugando, qué gran lección de los niños.
La cruz en manos de un niño
en Sevilla se recrea
en los costales del alma
que a la libertad despierta.
Su Cristo es como un hermano
que de la muerte regresa,
un amigo que está triste
y al mismo tiempo consuela;
es alguien de la familia
que de tus padres heredas.
Mayo de las cruces blancas,
mayo de tus callejuelas,
con sus pasitos de lata
y sus florecillas nuevas.
El mes de las enseñanzas
de un Cristo por esa escuela
con libros de plastilina,
de terracota y madera.
El primero que te ofrece
la explicación de la fiesta,
la primera mano amiga
y un sueño de vida eterna.
Mayo de las cruces blancas,
mayo de tus callejuelas,
de los pasitos de lata
con sus florecillas nuevas.
Busca a mayo en tu recuerdo
y abraza la cruz primera,
cuando cruzaste dos palos
y pasaste la frontera.
Busca el día que la hiciste
y encuéntralo todo en ella:
la caricia de una madre
que en una nana te reza,
la luz de aquella mañana
que viste a la Macarena;
busca a la que le pedía
su túnica nazarena.
Busca los zapatos blancos
del domingo que azulea.
Busca la Paz por el parque
y a Dios por las azoteas
cuando volaban palomas
hasta el recreo de tu puerta.
Mayo de las cruces blancas,
mayo de tus callejuelas,
con sus pasitos de lata
y sus florecillas nuevas.
Busca a ese niño perdido
que en la memoria te suena
a cornetas de colores
y a nazarenos de tela
rellenos de caramelos
con los besos de la abuela.
Mayo de abriles y marzos
que en la memoria marcea
los besos de adolescente
de aquella novia primera;
la lluvia en su despedida
y el sol de otra primavera.
Que nunca te falte mayo,
vuelve a mayo cuando puedas.
Mayo de las cruces blancas;
regresa a sus callejuelas
cuando tus pasos de plata
pisen solo flores secas.
Las cruces de Sevilla
La de la infancia es la cruz amiga que llevaremos a la primera comunión, hecha de la madera que nace del tallo y la rama del olivo de Getsemaní en los domingos de estreno, esa que cada cuaresma el fuego convierte en la ceniza que marca la frente de la ciudad bendiciendo su destino año tras año.
Sevilla se encomienda a la firme cruz que corona la Giganta en el lábaro que torea los vientos afilados que buscan la femoral de su fe. Vientos que son vendaval de un mundo materialista y soberbio que comercia con la muerte y desprecia la vida.
Somos afortunados por vivir en este inmenso campo de cruces a las que agarrarnos. Porque esta ciudad exuberante de la vida tiene el cielo ganado cuando se postra ante la Cruz de sus anhelos y en su fidelidad a la Iglesia, en el ágora próspera de sus cofradías, siempre encontrará ejemplo y consejo para hallar la cruz que buscamos en este tránsito que es el vivir.
A la hora de preguntar dónde está la cruz del Nazareno, el sevillano, como Miguel de Mañara, se enfrenta a la encrucijada de su renuncia a lo terrenal, para disfrutar de los jardines del verde inagotable de la caridad.
En la ciudad de los conventos se haya pronta respuesta.
En esa verdad de madera y miel que cuelga del hábito de las franciscanas capuchinas de nuestro querido convento de Santa Rosalía está hirviendo el señor de los pucheros pregonando el lema que aprenden las niñas y niños de las Esclavas: ‘Servir es reinar’.
Reinar, como aquellas agustinas, que hicieron de los contiguos baños de la Reina Mora oasis en la desesperanza de tantas mujeres, como hoy lo hacen las hermanas Oblatas; reinar, marcando en el obrador de nuestras intenciones la cruz compartida sobre el pan nuestro de cada día que reparten las hijas de San Viente de Paul o las hermanas de los Pobres. La cruz que prendió a su nombre la pequeña Ángela para anudarla a la cintura de Sevilla; zapatera del camino de esparto que marca el itinerario abnegado a la santidad por la verdad callada y rotunda de la entrega a los demás, el camino más corto a la recompensa, a la salvación. Angela halló en la cruz su país, con “sumo desprendimiento, pobreza, austeridad, trabajo y sacrificio”, para encontrar la patria inmensa de la alegría.
Sobre el pecho de la historia
Con la misma austeridad está barnizada la cruz que sostiene el cordón verde que amarró la esperanza de cuantos, procurando hallar la vera Cruz de Cristo, le sirvieron fielmente hasta alumbrar el cielo infinito que nos salva de continuar nuestra búsqueda en la oscuridad total.
La fe de esos hermanos que juraron las reglas en esta capilla del Dulce Nombre, como hace 575 años lo hicieron en el convento Casa grande de San Francisco, aferrados a esa Cruz de palo que reposa para siempre sobre el hábito definitivo.
Porque, abrazados a esta revolución de la cruz, llegado el día, nos veremos despojados de todo; sólo el sudario cuando la que está en San Gregorio nos saque la papeleta de sitio en el filo de su guadaña para partir de este mayo circunstancial que es Sevilla, al mayo perenne prometido; cuando los óleos vuelvan a la frente para ser todos penitentes de la cruz fría del dulce nombre del Cristo de las mieles.
En la dulzura de la boca de ese Cristo postrero hay un panal de letras que nos salvan. La Palabra de Dios es la poesía. Jesús es su poeta. Por eso los versos que nos invitan al amor nos llevan al altísimo: Amaos como yo os he amado.
En esta fiesta de la cruz y las letras traigo a los poetas y repito sus versos para hablar de amor como superación de la muerte, para que la cruz sea nuestra fiesta diaria.
Juan José Borrero. Redactor jefe de ABC de Sevilla
La luz a Ti debida es la dulzura
y el camino de fe del caminante,
tesoro de la lira de un amante
puro don intocable de la altura.
Retorna la palabra en la clausura
y del alma del hombre, Dios mediante,
como flores de mayo en un instante
brotan versos con rima en travesura.
Es el amor que en su verdad aprieta
un papel para el tiempo de la espera
que hacia la vida eterna nos inquieta.
Su tinta ya traspasa la vidriera
de los cielos perdidos del poeta
para pintar tu cruz de primavera.
Ciegos de fe
Sigamos la cruz que nos ofrece esta verdad del amor, porque no hay otro camino. Por la cruz, la muerte y la redención. Su palabra trasciende a la muerte, como ese halo de aire perpetuo que parece escaparse entre los dientes tallados del Cristo en su Vera Cruz, de ojos cerrados y boca entreabierta. Pregunta por esa cruz en las camas de los hospitales, en las mesillas de los moribundos; pregunta a los que sufren, pregunta a los ojos que no la ven, a los que no pueden escuchar hablar de ella, a los vulnerables que se agarran al madero frente a todos los inconvenientes. Busca la cruz en su fe.
Como hijo de un hombre que siempre supo ver el bien en la penumbra, me conmueve ese ejemplo de la cofradía que invitaba a las personas invidentes a tocar al Santísimo Cristo de la Vera Cruz en la cuaresma. La carne no es inerte en su madera. Y dicen los ciegos que han tocado a Dios a través de esta sagrada forma, que es posible sentir un aliento en la oquedad divina de su boca. No duerme Dios porque está vivo en nosotros.
Y arrodillado lo escribo:
La ceguera no es frontera,
el Dulce Nombre en sus manos,
venid aquí como hermanos,
que Dios está en la madera.
La fe no tiene barrera;
la materia incombustible
a ese fuego irresistible,
convoca a la mano fiel
que en el braille de su piel
la salvación es visible.
Ciegos de soberbia vagamos por el mundo ansiando la luz sin preguntarnos si, como Bartimeo en Jericó, estaremos dispuestos cuando Jesús llegue a nosotros y nos pregunte qué queremos, qué cruz estamos dispuestos a llevar en esta vida. Si seremos capaces de aceptarla.
María, mediadora
Hace falta valor ante la cruz que nos está esperando. Y en la valentía, María es el modelo. María es la respuesta más definitiva en la búsqueda de la verdad que perseguimos. La tristeza de la Virgen ante la Cruz del hijo muerto es las más humana representación de su divinidad, la evidencia más pura de su humanidad. No hay mayor valentía que la de aquella mujer joven que desafió lo establecido para aceptar ser madre del hijo de Dios, ejemplo para la juventud de nuestros días, amenazada por la esclavitud de lo políticamente dispuesto. María es revolucionaria. La rosa que germina en el erial de un mundo reseco en su ambición materialista. Sus lágrimas son la lluvia que reparte la esperanza. No hay mejor guía que María, madre, esponja de las tristezas de los hombres, y alegría de Dios en la marisma que nos espera en el mayo de su sonrisa.
De una cueva galilea
surge el vientre que da vida
y la piedra que lapida
se desarma con la hebrea.
Ese ‘si’ que cambió el mundo
nace de la rebeldía
y la valiente osadía
del mayor amor fecundo.
No hay lágrimas en María
que no provoquen marea
del alma en lo más profundo.
María es esa astilla de la cruz del amor que llevamos clavada como hijos de Dios. El continuo recuerdo de que somos amor para el amor. Yo busco a María en el sendero de olivos que me llevan al blanco santuario, ese sagrario en el campo del que brota su Rocío.
Esa Virgen que por Baños
se enfrenta a su contraluz
es la sonrisa de mayo
con el niño entre sus manos
Vientre de su Vera Cruz
Yo quiero reunir en este mayo de flores y de coplas todas las astillas del madero de los que saben llevar la Cruz primera de Jesús por este mundo para enjugar las lágrimas de aquella madre del Calvario; para no hundirme en la penumbra de los días sin sol y hacer con ellas una cruz de luz en mi destino.
La astilla del pesebre de Belén, la astilla de la casa de José, la astilla del olivo de Getsemaní, la que arde incombustible en el fuego del Pentecostés cercano; la astilla de la Verdadera Cruz de vuestro bendito Lignum Crucis, titular de la hermandad, ante la que yo ahora, definitivamente, me desangro:
La astilla que nos guarda este sagrario
por plata custodiada milenaria
es del tiempo testigo y legataria
del suspiro de Dios sobre el Calvario.
La aguja va prendida a ese sudario
que nos cose la historia trinitaria,
es reliquia de amor y luminaria
del pueblo convertido en su templario.
Somos la carne ansiosa de su herida,
la que nos cura en vez de ser quebranto;
madera de la tierra prometida.
Esta brizna de Cruz es como un canto
que nos llama a llevarla bien prendida
del labio de Sevilla el Lunes Santo.