VIVIR Y TRANSMITIR LA FE
II
DICIEMBRE DE 2013
Acabamos de terminar la celebración del Año de la fe con nuestra Iglesia, nosotros como Grupo de Oración dos años antes sin saber que íbamos a celebrar este acontecimiento, ya anduvimos profundizando en la fe, primero fue confesando nuestra fe al Espíritu Santo, bajo el título: “Creo en el Espíritu Santo” como aliento de nuestra fe, y el pasado curso versando sobre “Creo en la Santa Iglesia Católica, la Necesidad de amar a nuestra Iglesia” que pienso que fue gratificante y edificante para nuestras almas y poder hablar con sentido de juicio y criterio sobre nuestra amada y también castigada por qué no decirlo, Iglesia. Y este curso que es el que nos trae a estos resúmenes, el estudio en oración y meditación sobre las Virtudes que nos vienen de Dios. Culminamos con el presente resumen el contexto en el que tenemos que vivir la fe, y la evangelización de la misma que es a lo que llamamos transmisión, Jesús quiso que su Iglesia tuviera carácter universal que es el significado de la palabra católica, por tanto su Iglesia ha de ser fundamentalmente misionera y cuál es nuestra misión, no quedárnosla para nosotros ni en nuestro Grupo, ni en nuestra Hermandad, es ese “¡salid fuera, salid!” que nos dijo en Primavera nuestro Papa Francisco y que el Mensaje de Cristo no se quede encerrado en la Iglesia como “edificio” donde estamos todos los de la misma “cuerda”, los que pensamos igual, es decir los que profesamos nuestra fe, sino que, llevemos su Evangelio a nuestros hogares, a nuestros vecinos, a nuestros amigos y menos amigos, a nuestro trabajo, allá donde vayamos… es compartir la fe lo que nos pidió Jesús y así nos lo recuerda nuestro Papa, -es nuestra misión, todos somos misioneros de la fe.
Si no hemos entendido esto, no entenderemos lo que nos pide el representante de Cristo en la tierra, donde él nos dice: “prefiero una Iglesia accidentada porque salga fuera, a una Iglesia enferma por quedarse encerrada, donde sólo estemos los que pensamos de la misma forma”.
A la fe se llega por la Oración.-
Para poder transmitir o comunicar nuestra fe, previamente hay que vivirla y aquí cabrían hacerse varias cuestiones, ¿qué actitud tendríamos que tomar los cristianos para poder llegar a la fe por la oración? La fe es una continua actitud de búsqueda y a su vez de escucha, en el Libro primero de Samuel, él siente la llamada de Dios: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1S.3; 1-10). Esa actitud de búsqueda, es la que se nos pide Dios, que tengamos los oídos abiertos, y el corazón despierto y atentos a la escucha y esa escucha se realiza por medio de la oración, ahí está la clave, descubrir a Dios en la oración para después de vivida la experiencia poder llevarlo y acercar a los demás.
La oración es llamar a Dios Padre y ¡decidme!… ¿qué padre no escucha a su hijo?, de ahí, que los hijos que somos nosotros y toda la humanidad y hermanados en Jesucristo desde la cruz sintiendo el amor que Él nos tiene, nos depositemos en sus manos, sólo imitando a Jesús en el inmenso amor que nos tiene, que siendo Dios se humilla y se rebaja a hacerse hombre por nosotros y nos enseña el camino a seguir, siempre, siempre, siempre se deposita en las manos del Padre hasta el final: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23:45).
Hace tres cursos cuando tratamos sobre la importancia de la oración, pudimos ver que la oración es un don que nos viene de Dios, por consiguiente Dios espera de nosotros una respuesta, pero como nos viene de Él, es una llamada, y se nos suscita la pregunta ¿y cómo debe ser esa respuesta? Pues totalmente libre y responsable, es un acto de fe.
¿Y cómo nos pide Dios que oremos? Jesucristo enseñándonos a orar, nos pide que nos metamos en nuestro interior, para sentir esa fuerte unión con Dios, para salir de nuevo fuera: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt.6: 6) y no por ello nos pide que oremos en fe al Padre de forma individual, aislada, sería como una manera egoísta de hacerlo, Dios nos pide que a Él lleguemos en unión de verdaderos hermanos, oración individual para que despertemos en la fe y eso si es primordial, pero a su vez oración comunitaria para compartir esa fe, para vivirla, para transmitirla y es el mismísimo Jesucristo el Hijo de Dios quien nos interpela a que la oración se haga en común es decir, oración comunitaria: “Yo os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos”.
Y el deseo de Jesús es la unión de la humanidad con Él…con el Padre, pese a las diferencias de credos, e ideologías, la oración en la fe y en la unidad, aparcando todo tipo de diferencias: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí. Padre, quiero que donde yo esté estén también conmigo los que tú me has dado, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. (Jn. 17; 21-24).
Si decimos que a la fe se llega por la oración, es llanamente porque basta con mirar a Cristo, Él nos enseña la forma de hacerlo y cómo tenemos que dirigirnos al Padre, ya sea oración contemplativa, que es la oración silenciosa que nos demuestran día a día los fieles que han sabido entender esta comunicación con Dios, esas personas dedicadas a la vida contemplativa, como son los que viven la clausura, es esa oración que Jesús mismo nos enseña cuando se retira a orar por ejemplo en el monte
Tabor, junto a Pedro, Santiago y Juan; o como entendió nuestro Papa emérito Benedicto XVI, viviendo en retiro la fe por la oración.
Esto es lo que nos pide el fundador de nuestra Iglesia, nuestro Señor Jesucristo y que nuestros padres de la Iglesia nos muestran como camino a seguir. Y ¿qué nos tenemos que exigir a nosotros mismos que conformamos un Grupo de Oración? Pues entender lo mismo que a le fe se llega por la oración, por la comunicación permanentemente con Dios, si nuestra oración es más vocal que contemplativa, hagamos que esa oración vocal sea a su vez mental, que meditemos lo que decimos que no sea un recitar algo de memoria, sin saber lo que decimos, que sea una oración pensada…meditada. Podemos orar para llegar a Dios con una poesía, con una música que lleve su Mensaje sentido, o un simple rato de trabajo bien ofrecido, o de estudio sacrificando tiempo y descanso. Todo ello nos debe motivar para comunicarnos con Dios, para dialogar con Él, donde la iniciativa parte de Él, de ahí el escucharlo, saber qué nos pide en cada momento, en cada instante de nuestra vida, si nuestra oración ha de ser en unos momentos de intercesión, a favor de alguien que nos necesite, o de alabanza o agradecimiento dando gracias al Padre por todo lo recibido, desde la misma vida, hasta ser agradecido del día a día viéndolo amanecer, valorando los cinco sentidos como hacía S. Francisco de Asís. La oración por nuestra condición humana va asociada a la petición, y Jesús mismo así nos lo enseña y nos anima para que la oración bien dirigida sea eficaz, Él nos traza el camino de llegar a la fe por la oración: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno de vosotros entre vosotros que al hijo que le pide pan le da una piedra; o si le pide pescado, le da una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan!” (Mt.7; 7-11).
Y ¿Cómo llegamos a la fe por la oración? La respuesta también nos la da Jesús enseñándonos a orar. Él nos dice cómo, a quién y de qué manera tenemos que dirigirnos: “Estando Él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: . Él les dijo:
A la fe, se llega por la oración en los momentos de desánimo, cuando más nos podamos sentir hundidos, humillados, despreciados, infravalorados, olvidados… “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc. 18; 1-8).
O también tener fe en la oración para no caer en la tentación y Jesús nos lo pide en sus momentos de agonía y nos recuerda cómo Él al implorar al Padre le pide que se haga su voluntad…Cuántas veces rezamos el Padre nuestro y cuando llegamos al “hágase Tu Voluntad”, sólo pensamos en nuestra voluntad y no en la del Padre… ¿Es esa la manera correcta de orar, es esa la disposición que debemos de tener ante el Padre? Pienso que no, Jesús sufrió miedo pavor, en el monte de los Olivos, pero no desesperación, y a pesar de su condición divina sufrió en su condición humana como verdadero hombre y pedía y suplicaba al Padre que le apartara del dolor del sufrimiento representado por el cáliz, pero pide al Padre depositándose en sus manos que se haga su voluntad: “Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: .
Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba diciendo:
Orar en la Iglesia y orar con la Iglesia, cuando Pedro fue apresado y liberado milagrosamente:
“Así pues, Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios” (Hch. 12: 5); el poder de la oración se manifiesta siempre que se pida con fe al Padre.
También nuestro Grupo de Oración sabe del Espíritu Trinitario de nuestra fe, siempre al inicio de nuestras reuniones del Grupo de oración la elevamos al Padre, implorando al Espíritu Santo a que venga nos consuele y nos dé su calor, su fuego, para que encienda en el amor nuestros corazones, Él es nuestro Paráclito o Consolador, san Pablo nos lo recuerda cuando se dirige a los Corintios, haciéndoles saber que somos ayudados por el Espíritu Santo (1Co 12; 3).En definitiva orando dando gracias a la fe recibida y sin cesar, es decir, continuamente: “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5; 19-20). Y lo que tenemos que exigirnos al vivir en comunidad, en oración comunitaria, dentro de nuestra Iglesia para vivir la paz que el Señor nos pide continuamente, se nos exhorta con cariño: “Vivid en paz unos con otros. Os exhortamos, asimismo, hermanos, a que amonestéis a los que viven desconcertados, animéis a los pusilánimes, sostengáis a los débiles y seáis pacientes con todos. Mirad que nadie devuelva a otro mal por mal, antes bien, procurad siempre el bien mutuo y el de todos. Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts. 5; 13-18).
La oración es en definitiva la fuente de vida de todo creyente, viviendo la persona la presencia de Dios constantemente.
A la fe se llega por las buenas obras.-
Jesucristo, nos dejó dicho que no había venido al mundo para ser servido, sino para servir y esa actitud ante la vida es la que nos pide a todos los cristianos. Servir es estar dispuesto, disponible, una actitud de servicio sincera no pone continuamente excusas, al contrario es un acto de fe y continuo ofrecimiento, de un continuo dar y darse: “Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. (Mt. 20; 26-28).
Saber pues, que con las buenas obras es seguir la pauta de la vida de Jesús y está recogida en los evangelios: es su Palabra. El apóstol Santiago que siguió bien de cerca a Jesús, nos aclara bien como a la fe se llega por las buenas obras: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: , si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: , pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta.
Y al contrario, alguno podrá decir: < ¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe>. (St.2; 14-18).
Son las obras de amor por nuestros hermanos las que nos elevan a Dios, por eso a la fe se llega con las buenas obras, cuando hablamos de las obras de misericordia, es verdad que hablamos de caridad o de amor al prójimo y en la esperanza de alcanzar por ellas nuestra salvación, por eso es difícil desligar la fe de la esperanza y del amor es lo que hoy llamarían en algunas ciencias el feed-back o retroalimentación, las virtudes que nos vienen de Dios son de difícil separación; ya nos lo dijo santa Teresa: “Obras son amores y o buenas razones” ; dicho esto, cuando hablemos de obras estaremos hablando de amor.
Isaías, profeta ocho siglos antes que naciera Jesús nos decía: “¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero? -oráculo del Señor Yahvéh- : desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo.
¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa?
¿Qué cuando veas a un desnudo lo cubras, y de tu semejante no te apartes?” (Is. 58; 6-7).
También san Pablo cuando se dirige a los hebreos nos recuerda que debemos actuar en la fe por las obras: “Acordaos de los presos, como si estuvierais con ellos encarcelados, y de los maltratados, pensando que también vosotros tenéis cuerpo” (Hb. 13: 3).
Nos dice el C.I.C. en su apartado 2447, “que las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales”. “Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Mientras que las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos”. El evangelista s. Mateo relatándonos el juicio final nos dice: “Entonces dirá el Rey a los de su derecha:
Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme>. Entonces los justos le responderán: Y el rey les dirá: .
Entonces dirá también a los de su izquierda: . Entonces dirán también éstos: . Y él entonces le responderá: < En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo>. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna”. (Mt.25; 34-46).
Entre estas obras, estaría la limosna hecha a los pobres así nos lo recuerda Tobías:
“Haz limosna con tus bienes; y al hacerlo, que tu ojo no tenga rencilla. No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara. Regula tu limosna según la abundancia de tus bienes. Si tienes poco, da conforme a ese poco, pero nunca temas dar limosna, porque así te atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Don valioso es la limosna para cuantos la practican en presencia del Altísimo”. (Tb.4; 7-11).
También nos lo recuerda Jesús a través del evangelista s. Mateo, recordándonos que la limosna debe darse en secreto:
“Guardaos de practicar vuestra justicia delante de los hombres para que os vean; de otro modo, no tendréis mérito delante de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando des limosna, no toques la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los hombres los alaben. Os aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” ( Mt. 6; 1-4).
En definitiva y en breves trazos esas significarían las buenas obras, y entender los porqués de vivir nuestra fe a través de las buenas obras que hagamos.
A la fe se llega viviendo los Sacramentos.-
El primero de todos los sacramentos es el Bautismo, puerta de entrada a la Iglesia de Jesucristo, para poder vivir la fe no de forma individual, sino una fe de integración en la comunidad, en Iglesia; con el
Bautismo comenzamos a formar parte del Cuerpo de Cristo. Esa puerta de entrada a nuestra fe, nos supone los primeros pasos del caminar en la fe, un caminar perpetuo a lo largo de nuestra vida hasta que morimos para alcanzar la gloria de Dios, porque con el bautismo participamos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, así nos lo refleja s. Pablo cuando se dirige a los romanos: “¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida”. (Rm. 6: 3-4).
Por el bautismo, experimentamos una regeneración, somos renovados por el Espíritu Santo, Jesús nos lo recuerda en el diálogo que mantiene con Nicodemo: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn.3: 5).
Nos dice el C.I.C. en el epígrafe 1216 y son palabras de S. Gregorio Nacianceno, Oratio 40,3-4) lo siguiente: “El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones de Dios…lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a los culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios”.
La fe nos viene infundida por Jesucristo, en su Iglesia y nos viene a dar esa luz de la que nos habla S. Gregorio. Pues, Cristo es la “Luz del mundo”, luz que nos va a servir a los bautizados para iluminar nuestro camino en el conocimiento, en vivir la fe, ser bautizado significa nacer en Cristo, ser en Cristo, vivir en Cristo, es ese camino para imbuirnos en su Vida; por eso cuando el ministro o sacerdote pregunta, ¿qué pedís a la Iglesia de Dios? Responden en el ritual tanto los padres como los padrinos “La fe”, eso quiere decir que por medio de la Iglesia recibimos la fe, nadie se da la fe así mismo, la fe por tanto sólo se vive en Iglesia.
En lo relativo al sacramento de la Confirmación, muchos podrían preguntarse, ¿por qué tenemos que recibir la Confirmación, qué sentido tiene recibirla y después de recibirla que hacer con este sacramento? En primer lugar tendríamos que hablar de lo positivo en el avance de este sacramento, en mi época, hace unos 50 años se administraba poco más tarde de recibir la Primera Comunión y hoy con más y mejor criterio se viene a administrar en edades próximas al término de un bachillerato para entrar en una universidad o en una formación profesional, en la cual, la propia juventud ya comienza a saber lo que persigue en la vida sus gustos por una profesión o por otra; pues en el terrero de la fe pasa lo mismo, de forma voluntaria, porque Dios nos hace libre para que le sigamos o no, después de unos años de formación en catequesis saber lo que perseguimos en la vida; llega el momento de fortalecer, de tomar esa energía, ese calor que en amor nos brinda el Espíritu Santo, para llevar a plenitud el Bautismo y dar testimonio de Jesucristo en el mundo; es verdad que nos han tocado vivir tiempos de crisis y aquí me refiero a la crisis de fe, el mundo se apoya en muchas ocasiones en lo material alejándose de lo espiritual. Llega el momento de la Confirmación, debemos dejarnos llenar del Espíritu del Amor, del Espíritu de la Verdad, y si le decimos SÍ; si le dejamos entrar en nuestra alma, le daremos sentido a pertenecer a nuestra Iglesia y a que se realice en nosotros su Misión, esa misión del Espíritu Santo que es a su vez la misión del fundador de nuestra Iglesia: Nuestro Señor Jesucristo. Y ese es el después del confirmado, vivir le fe en el Evangelio, poniendo mente y corazón y llevarlo allá donde vayamos, es la misión o el espíritu misionero de la Iglesia. Con el sacramento de la Confirmación es una buena y nueva oportunidad para crecer en la fe.
Decía S. Pablo a los Corintios: “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co. 3.17).
El recibir la Confirmación es un encuentro con el espíritu trinitario de nuestra fe y que nos transforma, nos lleva a crecer más y nos ayuda a que imitemos más a Cristo. Aunque lleguen a nuestros oídos que la fe nos recorta libertad y felicidad, no más lejos de entender un falso concepto de la libertad que lo que consigue es esclavizarnos en la comodidad, en el egoísmo… y a eso no podemos llamarlo felicidad a no ser que le pongamos por apellido felicidad vacía o felicidad hueca.
En todos los sacramentos se hace presente el Espíritu Santo, pero es en éste, donde a los bautizados reciben la mayor fortaleza del Espíritu, es en esa imposición de manos recibiendo toda clase de dones: “Simón, al ver que mediante la imposición de las manos de los apóstoles se confería el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: Pedro le dijo< Al infierno tú y tu dinero, por haber creído que el don de Dios se compra con dinero” (Hch.8:18-20).
Dios Espíritu Santo se regala a la humanidad entera, pero para recibir esos dones o regalos tiene que darse una debida disposición por nuestra parte, un compromiso para seguir a Cristo, es “ese” “Toma tu cruz y sígueme” que abre como Cruz de Guía nuestra Cofradía y que debe abrir al caminar de nuestras vidas, testimoniarlo con nuestra conducta, con nuestros actos, con entender esa fuerza a modo de llama que nos ilusiona y que nos obliga en deber como nos dice la encíclica Lumen Gentium(11) a “difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo”, esta gracia recibida del Espíritu Santo, nos conlleva a privarnos de muchas cosas, a despojarnos de muchos amarres terrenales, hacernos pobres como nos lo recuerda el Papa Francisco continuamente, pero todo ello con una humildad como seña de identidad de Cristo, humildad y fe de la mano, humildad y fe para recibir estos dones, tenemos en nuestra Hermandad el título de humilde…¿Por qué no nos paramos a meditarlo?.
El tercer sacramento por el que se llega a la fe, es el sacramento del Orden, es el propio Jesús quien confía a sus apóstoles este sacramento, ya nos venía desde el Antiguo Testamento, recogido en el Libro del Éxodo: “reino de sacerdotes y una nación consagrada” (Ex. 19,6). Jesús lo instituye en la Última Cena y Él mismo confiere al hombre, a sus discípulos el poder de consagrar y ofrecer su propio Cuerpo y su propia Sangre en la Sagrada Eucaristía. Y aunque la Iglesia entera es un pueblo sacerdotal, puesto que, por el Bautismo todos los fieles participamos del sacerdocio de Cristo, es lo que conocemos bajo el nombre de “sacerdocio común de los fieles” que implica también servicio, difiere en el poder sagrado que les otorga para dar servicio a los fieles, en nombre y representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad, viene perfectamente expresado en el C.I.C. 1591.
Por lo tanto los sacerdotes o ministros ordenados ejercen su servicio al pueblo de Dios mediante las enseñanzas (munus docendi), mediante el culto (munus liturgicum) y por el gobierno pastoral que les corresponde (munus regendi) C.I.C. 1592.
El ministerio del Orden fue conferido en tres grados. El de los obispos, los presbíteros y diáconos, pero el término sacerdocio tal y como lo endentemos nosotros lo relacionamos con los presbíteros. S. Pablo cuando se dirige a Tito manda que ordene presbíteros: “El motivo de haberte dejado en Creta, fue para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros en cada ciudad, como yo te ordené” (Tt. 1,5).
El ministerio del orden desde sus orígenes fue conferido en tres grados su ejercicio, el de los obispos que en jerarquía serían los sucesores de los apóstoles y todos conforman lo que se llama colegio episcopal, participan de la responsabilidad apostólica y en la misión de toda la Iglesia bajo la autoridad del Papa, sucesor de san Pedro (C.I.C. 1594).
Los presbíteros a los que llamamos también sacerdotes, tienen la misma dignidad sacerdotal que los obispos y dependen de estos en el ejercicio de sus funciones como pastores que son de la Iglesia, cooperando con los obispos en responsabilidad con las tareas de la Iglesia particular, cuidando de la comunidad parroquial o de una función eclesial determinada, como responsables de su fe, buscando que los fieles laicos lleguen a la fe, son transmisores de la fe, del evangelio (C.I.C.1595).
También los diáconos son considerados ministros para ejercer tareas de servicio a la Iglesia, no reciben el sacerdocio como ministerio, pero si ejercen el ministerio de la palabra, del culto divino, del gobierno pastoral y del servicio de la caridad…tareas que deben cumplir bajo la autoridad de su obispo (C.I.C. 1596).
Este sacramento lo confiere la Iglesia sólo a los varones bautizados, cuya aptitudes para el ejercicio del ministerio han sido debidamente reconocidas. A la autoridad de la Iglesia le corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a uno a recibir la ordenación. En la Iglesia Católica, el sacramento del Orden para el presbiterado sólo es conferido ordinariamente a candidatos que están dispuestos a abrazar libremente el celibato y que manifiestan públicamente su voluntad de guardarlo por amor al reino de Dios y el servicio de los hombres (C.I.C. 1598-99).
En las primeras Misiones, queda patente la institución de los siete: “Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron:
Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles, e hicieron oración y les impusieron las manos.
La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe.” (Hch. 6, 1-7).
El papa Juan Pablo II, nos recordaba que el sacerdote, ante todo debía presentarse como hombre de fe, porque en virtud de su misión debe ser transmisor de la misma, a través del anuncio de la Palabra, debe ser reconocido como hombre de oración, hombre de lo sagrado, hombre de comunión, debe ser el hombre que reúna al pueblo de Dios por medio de la Eucaristía, animador de la caridad fraterna y actúa con sus hermanos dentro del sacerdocio, colaborando con el obispo en unión con los demás presbíteros. Los hombres desean contemplar en el sacerdote el rostro de Dios, encontrar en él a la persona que, “puesta a favor de los hombres en los que se refiere a Dios” (Hb. 5, 1).
El sacerdocio es una vocación o llamada de Dios, que requiere una renuncia así mismo, para mirar por el Reino.
El cuarto sacramento por el que decimos que llegamos a la fe es el sacramento del Perdón o de la Penitencia, o de la Reconciliación o de la Conversión, o como lo llamamos habitualmente sacramento de la Confesión, estaríamos hablando de lo mismo lo nombráramos de una forma o de otra. Pero ¿Qué obtenemos con este sacramento?… ¿Qué buscamos con él? , en el C.I.C. en su apartado 1422 y sucesivos encontramos la respuesta: “Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones”, también está tomado de la Lumen Gentium apdo. 11.
Este sacramento es de sanación, porque sanan o curan nuestra alma, con la mejor de las medicinas “el amor infinito que Dios nos tiene”, es un sacramento que nos aporta alegrías en tropel pues descargamos todas nuestras miserias, nuestros pecados con humildad y con sinceridad ante Dios, pues el presbítero será como mero altavoz entre Dios y el que se dirige a reconciliarse con Él. Aquí es cuando le podemos llamar a boca llena nuestro Salvador. Todos los sacramentos son acciones personales de Jesús con su Iglesia, pero es con este sacramento de la Reconciliación cuando volvemos al Padre y nos espera con los brazos abiertos como hijos pródigos que somos múltiples veces en la vida, pero su grandeza no sólo reside en esto, que es lo máximo, a ello además tenemos que sumarle el gesto de humildad de acercarnos a nuestro hermano al que hemos herido o lesionado: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presenta tu ofrenda” (Mt. 5; 23-24), si no es así, sería una reconciliación incompleta, de ahí que deba de ser primero con los hombres, con nuestra comunidad, con su Iglesia y la Iglesia no es un edificio somos las personas que integramos dicho edificio, así debiera ser, vivir este sacramento de la penitencia, confesión, reconciliación…un profundo cambio interior, una profunda conversión personal, con actitudes nuevas y renovadas, escuchando del sacerdote como altavoz de Dios que es, “ese cambio que se nos pide” y poderlo llevar a la práctica, viviendo ese proceso de libertad, pues nos liberamos del yugo de lo que nos esclaviza en nuestra tierra, a lo que denominamos con el término de pecados, esa obtención del perdón que Dios nos regala “gratis” avivándonos el grado de conciencia personal de lo que significa la salvación; ese giro que debemos dar a nuestra vida y no mañana sino ahora, prometiendo y asegurándole a Él ese propósito de enmienda y de sincero arrepentimiento. Condiciones…acercamiento en fe y en humildad a Dios Padre y hará descender sobre nosotros con esa imposición de manos toda la Fuerza y el Amor de nuestro Dios Trinitario, pues al término de una buena confesión nos llenamos del Espíritu Consolador o Paráclito, nos llenamos del Espíritu Santo.
Todo esto nos lo recuerda un Salmo para pensarlo y meditarlo: “El sacrificio a Dios es un Espíritu contrito; un corazón quebrantado y humillado, Señor, Tú Dios mío no lo desprecias” (Sal 51,19).
También nos lo recuerda el profeta Ezequiel: “Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez 36:26-27).
En la conversación que Jesús mantiene con Zaqueo como hombre pecador, como tú o como yo, y nos deja patente a qué ha venido Jesús a este mundo: “Al verlo, todos murmuraban, diciendo: . Zaqueo puesto en pie, dijo al Señor: . Jesús le dijo: >”. (Lc.19; 7-10).
Este sentido de la reconciliación que debemos vivir en la fe los cristianos el apóstol S. Pablo nos lo deja escrito con sus palabras que son tan clarividentes que no necesitan explicación, tan sólo reflexión: “Todo viene de Dios, que nos reconcilió con Él por medio de Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación. Pues Dios, por medio de Cristo, estaba reconciliando al mundo, no teniendo en cuenta sus pecados y haciéndonos a nosotros depositarios de la palabra de la reconciliación” (2Co. 5; 18-19).
El quinto sacramento al que nos vamos a referir es: el sacramento de la Eucaristía, es al mismo tiempo misterio de fe, de amor y de esperanza, es la fuente de la que bebe y se nutre la Iglesia, así lo dice en la Lumen Gentium 11: “fuente y cumbre de toda vida cristiana”. Esa es la razón de que “los demás sacramentos, como también los ministerios eclesiales y las obras de apostolado están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan” Presbyterorum ordinis, 5
Es el sacramento más importante de nuestra fe, ya que se apoya en el testimonio de Jesús, que es Dios mismo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” (Lc. 22, 19). Son las palabras de Jesús a los Apóstoles en su Última Cena dejándoles y dejándonos la Eucaristía como regalo, por eso su significado es de Acción de Gracias a Dios, Jesucristo se hace Pan de Vida como Alimento para nuestras almas, hacedlo en su memoria es como el mayor acto de fe de su Iglesia, con cada Eucaristía renovamos el sacrificio de la muerte de Cruz de nuestro Señor Jesucristo, que Él mismo ofrece al Padre y por el mismo sacrificio nos redime a la humanidad de nuestros pecados, ofreciéndonos su Infinito Amor. Por medio de la Eucaristía prestamos adoración a Dios, le damos gracias, le pedimos beneficios personales, para la comunidad, para la Iglesia, para el mundo, y también le solicitamos el perdón de nuestras faltas, de nuestros pecados y miserias, es el momento cumbre para vivir nuestra fe y poder llevarla a los demás gracias a su Alimento en comunión con los demás hermanos.
Por consiguiente este Sacramento es: Misterio de nuestra fe, porque se cree, es impenetrable, digno de admiración, con el deber para nosotros de meditarlo, de guardarlo en el Sagrario de nuestra Iglesia y también de conservarlo en nuestro cuerpo y alma; es Sacramento porque se recibe, nos alimenta, porque es deleitable, porque se hace presencia real, por el deber de gustarlo y deleitarlo, al llevarlo nos hace sentir bien, con ganas de vivir de amar, de llenarnos con su Presencia y su Vida, se hace Sacramento de Amor para la humanidad, en verdadera comunión de hermanos y es Sacrificio porque se ofrece, nos redime, porque es inefable, porque nos alimenta con su Espíritu de entrega de servicio, es sacrificio de Amor, valiosísimo, porque debo apreciarlo sobre todo, y porque debo confiar en Él, porque se inmola, porque es víctima, porque debe ser la prioridad de mi vida, de nuestras vidas, a la fe llegamos por este Sacramento cumbre de nuestra fe, para vivirlo y saberlo transmitir.
Como sexto sacramento a tratar por el que llegamos a la fe, es el la Unción de los enfermos, y no es un sacramento para moribundos, es vital para recibir fuerza, ánimos, consuelo, es un sacramento que sirve para prepararnos antes el dolor y el sufrimiento, necesario para tener una muerte digna como cristiano, pero sobre todo para los que sufren en la tribulación de la enfermedad grave, vejez, peligro de muerte, accidente u otra causa. Es de conocimiento reciente que la Iglesia permite que se pueda administrar, es decir, recibirlo hasta dos veces en un año, si son personas mayores de sesenta años aún no habiendo causa aparente.
Tenemos que entender que es un Sacramento de vivos, no de muertos, pedir este sacramento de la Unción, nos sirve para buscar el camino de la santificación personal, nos da alivio y fortaleza ante las enfermedades de gravedad… Nos llena de Espíritu Santo, la responsabilidad para que se reciba este sacramento, puede hasta recaer sobre cualquier cristiano que tenga noticia de que un enfermo esté grave y así nos lo recuerda el apóstol Santiago en su Epístola: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.” (St. 5, 14-15).
Y por último el Sacramento del Matrimonio, que por él también llegamos a la fe, pues este sacramento es una continua invitación a Dios para que entre a formar parte en el seno de la pareja, en seno de la familia, es también como misterio de fe un Misterio de gran calibre, puesto que el matrimonio cristiano se hace signo visible de la unión de Cristo con su Esposa que es la Iglesia y Cristo amó a su Iglesia y por Ella entregó hasta su propia Vida, de ahí que digamos amar como Cristo amó a su Iglesia y debe ser modelo a seguir para los esposos, puesto que el matrimonio participa del amor de Cristo por su Iglesia, los esposos se hacen sino vivo sacramental de Cristo el uno para el otro, esa es la expresión visible de la que hablamos frente a la realidad invisible sirviendo como canales de gracia, entre Cristo y la pareja como unidad. Sacramento manifestado en la voluntad de amarse y respetarse libremente con generosidad y alegría y confirmándolo ante Dios día a día, es por consiguiente un sacramento no de una sola vez, sino que se recibe en el diario de toda una vida matrimonial. Esa aceptación libre y verdadera hace que se viva la fe y se llegue a ella porque obra el Espíritu Santo ayudando a los esposos en su compromiso, donde el amor implica: fidelidad, entrega gratuita y generosa. Actuando el Espíritu Santo, en atención a los esposos a que se abran a la vida, dándoles fortaleza al vínculo y sean testigos de Dios no sólo en su familia, sino en su entorno laboral y ante la sociedad en general. Como dice san Pablo a los Efesios: “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef. 5,32). Versículo este de san Pablo que sintetiza la moral cristiana del matrimonio, de la familia, para saber llegar a la fe y poder vivirla y transmitirla como ejemplo a otras familias.
A la fe se llega tomando como modelo a la Madre de Dios.-
¿Que, por qué debemos de tomar como modelo de fe para la humanidad a la Virgen María? Pues, porque la fe de María como decía san Pablo a los gálatas es una, “fe viva que actúa por el amor” (Ga. 5, 6).
Y nos podríamos seguir preguntando, ¿pero que entendió María?, María la Virgen no entendió nada, absolutamente nada, pero sin embargo si deja llenarse de Dios, se fía de Él, nosotros queremos andar en la vida razonándolo todo, comprendiéndolo todo, ¿Y qué nos sucede? Que como queremos respuesta para todo, nos quedamos vacíos, tristes, descontentos, inseguros, recelosos… sin embargo María modelo a imitar se arriesga, se fía, se deposita en sus manos para el peregrinar de su vida, y sabía de los riesgos que corría, de ser repudiada, de ser lapidada…y deposita su razón y su voluntad en Dios “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 26-38), ¿en quién depositamos nuestra razón y nuestra voluntad?.., la Virgen María, su actitud es de disponibilidad, una disposición que permite que suceda la voluntad de Dios y Ella no había conocido la oración del Padrenuestro, ¿y nosotros?, que habiéndola conocido y que muchas veces la rezamos al Padre, ¿qué no hemos entendido?, porque le decimos que se haga su Voluntad, pues sencillamente eso es la fe, y como ejemplo: la fe de María, y mejor que admirarla deberíamos imitarla y así, como hizo Ella, depositarnos en sus manos, Él sabe mejor que nosotros lo que más nos conviene.
Ella acaba comprendiendo a lo largo de su vida cual es su misión como creyente. Nos toca a nosotros imitarla, que nos sirva de modelo su vida para nuestras vidas “haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5), pues esta misma frase nos la está diciendo hoy a ti y a mí la Virgen María; contar con Dios y también contar con María en nuestra vida ordinaria nos lo tendríamos que proponer para poder llegar a la plenitud, y a su vez para poder transmitir este mensaje a nuestros hermanos. Como se nos interpela en la encíclica Dei Verbum: “Por la fe, el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (D.V. 5). María la Virgen nos enseña como modelo, que la fe es donarse y entregarse, Ella nos enseña el modelo de fe, sólo nos resta imitarla.
A la fe se llega por medio de la familia, célula vital de la sociedad.-
La gran mayoría de las personas nos hemos iniciado en la fe en el núcleo familiar, la familia es el mayor bien de nuestra sociedad, a la que tenemos que proteger, en todos los ámbitos. La familia desde el prisma de la fe, está considerada como la iglesia doméstica, lugar donde nos vamos educando en la fe, por eso hay que preservarla de los vectores que la amenazan tanto desde dentro como los externos por los tiempos que corren y ante la crisis social de valores, los conflictos internos pueden ser que a veces sean inevitables, por muchos motivos donde imperan en muchas ocasiones egoísmos y sinrazones, por malos estilos sociales que sirven de modelo e imitación, y que hacen mella en las relaciones maritales y/o paterno-materno filiales, llegándose a discusiones y desavenencias que pueden conducir a la ruptura por pérdida de las ilusiones y del amor, y todo en muchas ocasiones por un egoísmo imperante. ¿Y por qué sucede en sí esto? Pues sencillamente hemos apartado a Dios de la familia y hemos dejado de aportar los valores cristianos y hemos olvidado quizás esa lectura de san Pablo a los corintios, que escogimos un día para el día de nuestra boda y que sintetizaba el significado del amor, donde se nos exhortaba a un amor paciente, servicial, que no lleva cuentas del mal, que no se engríe, que no es egoísta, que no se irrita, que no busca su propio interés, que no tiene caducidad porque no pasa nunca… (1 Co. 13, 4-8).
Dios no puede dejar de ser el centro en el matrimonio y por ende en la familia cuando ya existen los hijos. La familia tiene que ser escuela cristiana para vivir y transmitir la fe y el amor a Dios tiene que reinar para poder vivir el amor de Dios, Jesús nos recuerda como tenemos que renunciarnos para seguirle: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10, 37).
Vivir la fe y transmitir la fe en la familia, queda bien expresa en el libro del Deuteronomio: “Amarás a Yahvéh, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes; las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas”. (Dt. 6, 5-9), se expresa aquí el carácter de escuela que debe ser vivido dentro la familia para llegar a la fe y transmitirla.
La encíclica Gaudium et Spes (Los gozos y las esperanzas) promulgada por el Papa Pablo VI, sobre la unión íntima de la Iglesia con la familia y su epígrafe del capítulo I sobre la Dignidad del matrimonio y de la familia, aparte de recoger su carácter sagrado en su apartado 50 dice “Los padres son los primeros evangelizadores de los hijos” como también nos lo recordaba nuestro papa emérito Benedicto XVI, siendo un derecho y deber de los padres.
Conmemoramos este mes la festividad de la Sagrada Familia, que nos sirva como modelo para nuestras familias, cuántas veces disconforme en lo material, perdiendo el norte y la esencia de lo humano y divino que encierra, guarda y transmite la familia de Nazaret: Jesús, María y José ejemplos vivos de amor, obediencia, sencillez… sólo basta seguidlos.
A la fe se llega también viviéndola en comunidad eclesial.-
¿Por qué la fe no la podemos ni debemos vivir en solitario?, ¿Por qué ha de hacerse en comunidad? Jesús mismo nos enseña que la fe no puede vivirse en soledad, que ha de ser compartida, viviéndola en comunión de hermanos, en unidad; eso nos hace entender que todos nos igualamos ante las debilidades, ante el pecado, ante nuestras imperfecciones, donde somos corresponsables uno de los otrosscon esto se nos está diciendo bajo nuestra fe que no deben existir diferencias al contrario reinar la comprensión, cuántas veces nosotros mismos como cristianos hemos dicho o hemos oído decir: “Yo creo en Dios, pero no en la Iglesia”, ¿qué Iglesia ideal decimos que amamos? ¿En qué difiere esta Iglesia de hoy con respecto a la que fundó Jesús? ¿No te paras a pensar que Jesús contó con todos, pecadores y no-pecadores para formar su Iglesia?, ¿dónde está la dificultad para que ames a la Iglesia, que es amar a tus hermanos con las mismas miserias tanto tuyas o las mías? Sabes bien que muchas veces amamos ideales en esta vida y los defendemos a capa y espada, por ejemplo ideales políticos y sin embargo dejamos de amar a la comunidad que lo vive, corremos el peligro de descalificar y con nuestra crítica destruir. Vivir en comunidad es vivir en Iglesia, no es criticarnos comparándonos los unos con los otros, no es estar continuamente en juicio unos con los otros…es por encima de todo aceptarnos, amarnos; en eso consiste el modelo de Iglesia que quiso Jesús y que los que la componemos hoy no diferimos en nada con nuestra primitiva Iglesia, el apóstol san Pablo se lo recordaba así a los efesios exhortándolos a que vivieran en comunidad, en unidad, extrapolémonos al día de hoy: “Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamado, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos”. (Ef. 4, 1-5).
Una fe compartida y vivida, como nos la recuerda el Libro de los Hechos de los Apóstoles: “Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. (Hch. 2, 46).
A la fe se llega viviéndola dentro del marco de la sociedad.-
Nuestra fe cristiana, comporta un compromiso, más allá de un recinto, un templo, un grupo de oración, tiene que ser misionera, llevarla fuera, de nuestro hogar, comunidad de barrio o de parroquia, los que vivimos y compartimos la misma fe, no nos la podemos quedar, tenemos que llevarla fuera, dando testimonio de nuestra fe allá donde vayamos, vecinos, amigos, círculos sociales donde nos movamos, en nuestro círculo laboral o de ocio, no existen límites para ello, la palabra católica quiere decir universal, nuestro actual Papa Francisco nos lo recordaba el pasado Pentecostés, donde nos hablaba de la crisis, y de cómo debemos vivir la fe saliendo fuera y ofreciéndola en el marco de la sociedad donde nos toque vivir: “…este momento de crisis, prestemos atención, no consiste en una crisis sólo económica; no es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede resultar destruido es el hombre! ¡Pero el hombre es imagen de Dios! ¡Por esto, es una crisis profunda! En este momento de crisis no podemos preocuparnos sólo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas…pero ¿sabéis que ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: (Mc. 16,15). Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid!……” (Vigilia de Pentecostés, 18 de Mayo de 2013 Plaza de San Pedro del Vaticano, Roma).
A la fe se llega cuando la vemos unida a las obras sociales.-
¿Queremos los cristianos, pregonar con el ejemplo?… ¿De qué nos sirve que nos vean o nos veamos nosotros mismos muy devotos, muy metidos en nuestro mundo de oración, si no llenamos nuestra fe con el contenido de las obras?…
El apóstol Santiago nos lo deja bien explícito en su Epístola acerca de la fe y las obras, como ya reflejamos en el presente resumen, cuando tratábamos en el epígrafe que, a la fe se llega por las buenas obras.
Para poder vivir y transmitir la fe, tenemos que llenarla de contenido, el camino de la salvación está en la perseverancia por las buenas obras, también nos lo recuerda el apóstol san Pablo en su epístola a los romanos cuando nos habla sobre juicio de Dios: “el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busque gloria, honor e inmortalidad: vida eterna” (Rm. 2, 6-7).
Esas obras sociales que desarrollan múltiples entidades, desde escuelas en sus diferentes estadios, hospitales, dispensarios, leproserías, casas para ancianos, enfermos crónicos, con minusvalías o discapacidades, orfanatos, jardines de infancia, centros de educación y de reeducación. Organizaciones y movimientos católicos como Cáritas, Misioneras de la Caridad (fundada por Teresa de Calcuta), o Padres misioneros de la Caridad de Joseph Langford, o los Salesianos de S. Juan Bosco, o el Movimiento Fe y Alegría (este es un Movimiento de Educación Popular Integral y de Promoción Social que está repartido por todos los países de América Central y del Sur, Manos Unidas, La legión de María que es una organización apostólica de laicos que nace en Dublín (Irlanda) en 1920, y su trabajo apostólico es muy variado, la visita a enfermos, discapacitados, encarcelados, infectados por SIDA o drogadicción, campañas de alfabetización, visitas a albergues y hospitales, contactos con los que viven en las calles y parques…un sinfín de actividades, o las siervas del plan de Dios, innumerables organizaciones en la encomiable empresa de las obras sociales.
El Cardenal-Arzobispo emérito de Sevilla monseñor fray Carlos Amigo Vallejo, supo bien sintetizar en su libro “Cien Respuestas para tener Fe”, la diferencia que existe entre caridad cristiana y la solidaridad humana y nos dice así: “La solidaridad es una actitud personal y permanente que lleva a considerar al hombre como hermano y a ver los bienes de este mundo como un patrimonio común a compartir. Es apertura a la comprensión de los demás y disposición activa para la ayuda. Tiene como base el reconocimiento del principio de que todos los bienes de la creación, así como los que proceden del trabajo del hombre, están destinados al disfrute de todos. La solidaridad es un principio básico de la concepción cristiana de la organización social y política. Juan Pablo II ha hablado de la en aquellos que trabajan en la gestión de los intereses comunes, en el servicio a Dios a través de la política.