Juan 12, 1-11
Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis». Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús.
Miércoles de la segunda semana de cuaresma
Las negaciones de Pedro
Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. La contrición permite al alma acercarse de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo, y atrae la misericordia divina
I. Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a Nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado, y niega hasta con juramento conocer a Jesús. Con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre? (Marcos 14, 66-67). El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. Pero nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor que nos recibe siempre con infinito amor.
II. El Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió y miró a Pedro (Lucas 22, 61). Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición (Lucas 22, 61-62). “Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él las amarguras del dolor” (SAN AGUSTÍN, Sermón). Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. La contrición permite al alma acercarse de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo, y atrae la misericordia divina. Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que ha caído. Dios cuenta con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.
III. Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del dolor- mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio. Despertemos con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados. Acudamos a la Virgen ahora que recordamos nuestras faltas y negaciones.