Segundo Domingo de Cuaresma
Jesús había declarado a sus discípulos lo que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, antes de morir a manos de los príncipes y sacerdotes. Los Apóstoles quedaron sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. La ternura de Jesús les da ahora “una gota de miel” a los tres que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos, Pedro, Santiago y Juan: les hace que contemplen su glorificación
I. Jesús había declarado a sus discípulos lo que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, antes de morir a manos de los príncipes y sacerdotes. Los Apóstoles quedaron sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. La ternura de Jesús les da ahora “una gota de miel” a los tres que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos, Pedro, Santiago y Juan: les hace que contemplen su glorificación. Mientras Él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente (Lucas 9, 29). Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos. Pedro exclama: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas… El Evangelista, refiriéndose a este suceso, comenta “no sabía lo que decía”: porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allá, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en las que nos encontramos. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices en cualquier lugar o situación en que nos encontremos.
II. La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada (2 Corintios 5, 2). Caminar en ocasiones es áspero y dificultoso, porque con frecuencias hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente. El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo.
III. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor sin especiales manifestaciones gloriosas, lo excepcional fue verlo transfigurado. A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando nos perdona en la Confesión, y sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario. Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día, ahora mismo. Esta Cuaresma será distinta si nos esforzamos en actualizar esa presencia divina en lo habitual de cada día.