El pasado 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, el Rvdo. D. José Miguel Verdugo Rasco, Pbro., durante la celebración de la función solemne a María Santísima de las Tristezas, nos exhortaba con estas palabras durante su homilía:
«Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo. Estas palabras de la anunciación que acabamos de escuchar en el evangelio, no tienen sólo un significado puntual. Afirmar que María está llena de gracia y que el Señor está con ella es afirmar una realidad que le es propia de una manera única. De ello nos habla, hermanos y hermanas esta fiesta mariana de la Inmaculada, tan arraigada en nuestra tierra.
Efectivamente, la solemnidad de hoy nos remite al inicio de la existencia de Santa María, al momento de su concepción, Dios, en su amor, la custodiaba, aquel nuevo ser ya desde entonces fue santificado con la gracia divina para que siempre fuera irreprensible a los ojos de Dios. Por eso los cristianos de las Iglesias de oriente la llaman “Toda Santa” por ser llena de gracia. La concepción de María constituye la primera luz de la aurora de nuestra salvación. Porque la razón de esta concepción es la encarnación del Verbo de Dios y, por tanto, hacer posible la venida de Dios en medio de la humanidad como luz esplendente que le ilumine el camino. El hijo de Dios se hace visible a través de la humanidad que ha recibido de su Madre para llevar a cabo la salvación del mundo. Efectivamente, María fue concebida, nació y creció para llevar a cabo la misión de ser la Madre de Jesucristo. Dios hecho hombre. Por eso podemos decir que María forma parte del misterio de amor de la Santa Trinidad a la humanidad. La vocación de aquella niña que comenzaba su existencia, la constituía templo del Dios Santo durante el tiempo que debería llevarlo en las entrañas y por eso debía ser santa también ella desde los inicios, esta santidad será muy personal y la llevará a acoger antes en el corazón que en las entrañas a Aquel que es la Palabra de Dios. La vocación divina que le fue concedida pedía que ella colaborara de forma eminente. Por ello, con una fe inquebrantable y con un gran amor puso toda su existencia al servicio de Jesucristo, al que acogió ya en el momento de la Encarnación con una docilidad plena y generosa, tal como hemos oído en el evangelio. A medida que avanzaba “más y más en la peregrinación de la fe” (cf. Lumen Gentium, 58), María iba convirtiéndose siempre con mayor intensidad en servidora y discípula de su hijo acogido como Señor.
Hoy, una vez más, la proclamamos bienaventurada ya desde el inicio de su existencia. Y al mismo tiempo queremos aprender de ella porque nos es modelo ejemplar de vivir la fe y de santidad evangélica. Es modelo del hombre plenamente realizado, tal como lo había pensado Dios al comenzar su proyecto creador. En efecto, ante la opción entre el bien y el mal, ante la posibilidad de abrirse o cerrarse a la interpelación de Dios, Adán y Eva quisieron usar su libertad para hacerse plenamente autónomos, no quisieron acoger la Palabra de Dios que les indicaba el camino de la vida para llegar a su plenitud humana. Estas dos figuras emblemáticas –Adán y Eva- nos hacen ver cómo la humanidad se encontró abocada al fracaso al querer dejar de lado el proyecto divino. Per, Dios no desistió de su amor y de su voluntad salvadora; lo escuchábamos en la primera lectura, tomada de libro del Génesis. Y nos dio a Jesucristo como liberador de aquella situación, como camino de participación en la vida divina que habíamos perdido. Nos dio –a Jesucristo- a través de la maternidad de María. Ella, que es la primera en responder a lo que Dios esperaba de la humanidad desde sus inicios, se abrió a la interpelación divina, puso su libertad al servicio del Dios del amor. Y encontró la alegría, la plenitud de su existencia personal, la participación de la vida divina, hasta llegar a participar de la gloria de Cristo.
La santidad que María recibe en el momento de su concepción, al inicio de su existencia, es un fruto anticipado de la gracia de la cruz de Jesús. En este sentido, podemos decir que ella pertenece ya a la humanidad liberada que recobra por la gracia la semejanza de Dios perdida a causa del pecado de los primeros padres. Hoy lo celebramos porque vemos aquí el inicio de la restauración de la naturaleza humana según el plan que Dios tenía cuando llamó a la humanidad a la existencia: hacer que cada miembro del género humano reprodujera en él la imagen de Jesucristo.
Hoy hacemos fiesta, también, porque somos conscientes de que María es un don de Dios para la Iglesia, él quiere enriquecer a su pueblo con el don espiritual que es la Madre de Jesús. En el momento de la preparación de la plenitud de los tiempos (Gal 4, 4), ella aparece, en su concepción y luego en su nacimiento y en su vida como síntesis ideal del pueblo santo de Dios. Efectivamente, Dios había creado el ser humano a imagen y semejanza suya y quería elevar a la humanidad, llamada a un diálogo confiado con él, a participar de la vida divina por medio de la unión con Cristo, el Salvador anunciado ya inmediatamente después de la desobediencia de los primeros padres. Participar de esta vida divina significa acoger el Evangelio con corazón abierto y vivir las bienaventuranzas, como medio de reproducir en nosotros la imagen de Jesucristo. Dios nos hace la propuesta, como camino de felicidad y de vida para siempre, pero es cada persona, cada uno de nosotros, quien libremente debe acogerla para poder llegar a esta realización en plenitud, mediante el crecimiento espiritual y del amor fraterno. Este es el camino que Dios nos propone seguir. María es la guía gozosa que nos indica la ruta en el cortejo del camino pascual de Jesucristo.
Nosotros con nuestro pecado y con nuestra falta de correspondencia al querer de Dios, hemos desfigurado la huella divina que recibimos al ser llamados a la existencia. Pero María Nos muestra que viviendo el Evangelio podemos llegar a ser plenamente humanos venciendo el pecado y el mal y abriéndonos dócilmente a Dios. Mirándola a ella, entendemos que el verdadero humanismo es vivir según la Palabra de Dios, porque esta Palabra nos hace plenamente humanos, llena los deseos más íntimos de nuestro corazón y nos abre a la divinización, a la participación de la vida en Cristo.
La eucaristía nos ofrece una anticipación si la acogemos con corazón abierto, si la celebramos con fé, si nos dejamos transformar, según el estilo de María, por la presencia de Cristo.»
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